"Durante siglos fui el cancerbero de este castillo emplazado en un valle rodeado por una impresionante muralla de montañas. Imposible acceder al él, sólo por el aire o por un túnel, cuya existencia sólo conoce el amo de la fortaleza. El depositario de este secreto fielmente guardado, antes de morir lo confía a su primogénito, y así de generación en generación. Por aquí han pasado prisioneros de guerra, traidores a la corona, espías, homosexuales, adúlteras y hasta una hechizara. Ninguno de ellos salió con vida. Fueron víctimas de horribles suplicios, las peores máquinas de tortura tienen su sitio de privilegio en las lúgubres mazmorras del castillo. Los prisioneros de guerra se colocan en el potro y como títeres de carne y hueso, mueven sus extremidades al compás de la manivela. Al girar, las cuerdas se tensan hasta dislocar articulaciones y romper huesos. Los espías y traidores son condenados a la rueda. En ella los maniatan, y debajo se enciende una foga...
Se miran, se desean, pero la distancia se interpone entre ellos. Anhelan caricias cálidas y besos profundos. Se conforman con imaginar un juego amoroso que los une y los consume, como el fuego a los leños secos. La vendedora de flores le sonríe seduciéndolo. Su cabello de oro líquido lo enardece. Y él, un simple vendedor de diarios, desde la otra esquina, la apetece con pasión. Imaginan mil maneras de acercarse, mil trucos para vencer la cruel distancia que se interpone al gozo. _ Mi hermosa florista, ¡que daría yo por tenerte entre mis brazos!De repente vienen a mi memoria unos versos que alguna vez escuché de otro romántico como yo: "Ovillate a mi lado como si tuvieras miedo... pequeña, me traes madreselvas y tienes hasta los senos perfumados, yo te amo, y mi alegría muerde tu boca de ciruela. Te traeré de las montañas flores alegres, copihues, avellanas oscuras y cestas silvestres de besos". La florista también sueña. _ Amor mío, ...