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EL DESEO DEL CARDENAL

Hace ya mucho tiempo, tanto que el sol y la luna apenas habían comenzado su absurdo romance, cuando comenzó a tejerse esta singular leyenda.
En una aldea escondida entre frondosos árboles centenarios y rodeada por un río de aguas caudalosas semejante a una serpiente huidiza, vivía una joven tan bella como triste.
Sus padres la adoraban y la complacían en todos sus deseos, aún así ella no era feliz.
Una pena, como una espina maligna le horadaba el alma y la hacía suspirar por un destino mejor.
La joven desde su más temprana infancia estaba imposibilitada de caminar. Un cruel accidente provocó su parálisis. En un descuido de su madre rodó por las escaleras de su casa y desde entonces el dolor se hospedó en su inocente corazón.
Sólo el trino de los pájaros aligeraba su ánimo. La rama de un fresno se extendía cerca de su ventana y allí todas las tardes se posaba un cardenal rojo para deleitarla con dulces serenatas. El suave balanceo del pájaro combinado con su melodía aterciopelada, la hechizaba.
El cardenal estaba prendado de ella y su canto era la manera de expresar el amor que lo consumía. Un amor imposible, irrealizable.
Una tibia mañana primaveral el cardenal rompió su rutina y se presentó en la habitación de la joven a temprana hora. Temerario, se posó en el marco de la ventana que siempre permanecía abierta. A la muchacha le encantaba sentir sobre su cuerpo la revoltosa brisa que danzaba con exquisitez entre el follaje del bosque. La vio dormir y su pequeño corazón se aceleró con la fuerza de una locomotora.
"¡Cuánto daría por tener manos para deslizarlas por su piel de porcelana; brazos para aprisionarla contra mi pecho!", pensó con febril ilusión mientras iniciaba su acostumbrado cortejo, una tonada teñida de melancolía.
La joven abrió lentamente sus ojos, cálidos como el sol de primavera y azules como el firmamento. Sonrió al verlo y el cardenal amó esos labios tentadores que anheló besar.
"¡Cuánto daría por tener alas y volar...volar...volar, libre como esta pequeña ave!", pensó consternada.
Temerario, el cardenal voló hasta la almohada de blanco encaje y allí se quedó sin interrumpir su salmodia.
La muchacha no se sobresaltó sino que estiró su brazo y acarició con delicadeza el brillante plumaje.
El pájaro creyó morir de emoción.
"¡Gracias por alegrar mis días!, le dijo con dulzura. Ella lo amaba, estaba seguro.
El fresno, árbol sagrado de los druidas y testigo de aquella extraña relación, decidió cristalizar el deseo de ambos.
Esa misma noche, cuando la luna coqueta se reflejó en las aguas del río, una ventolina entrometida se escabulló en el dormitorio de la joven y la envolvió en un profundo sueño. Lo mismo le sucedió al cardenal en su nido en lo alto del fresno.
Se despertaron los dos a la vez y los dos a la vez se sintieron raros.
El cardenal se palpó el cuerpo y notó que ya no tenía plumas. Y además...lo había hecho con unas manos, sus manos. Tenía manos, brazos y piernas. Su cabeza y su tamaño continuaban siendo el de un ave. Lo primero que pensó, "podré acariciar a mi amada".
La muchacha se desperezó y al hacerlo dos maravillosas alas rojas como la grana se desplegaron ante ella. La sorpresa la paralizó, aunque enseguida se sobrepuso, "podré volar alto, muy alto. Iré en busca de mi cardenal", se prometió entusiasmada. Ella seguía siendo la misma aunque ahora era tan pequeña como un ave.
Él quiso ir a su encuentro pero no pudo, ya no tenía alas. Entonces comenzó a llamarla con su canto.
Ella lo escuchó y fue a su encuentro rebosante de esperanza.
"Es un milagro. No sé que extraño sortilegio ha caído sobre nosotros, mi querido cardenal, pero soy feliz, extremadamente feliz. Sin embargo intuyo que fue tu mágico canto el hacedor de este milagro", dijo asombrada mientras caía en los brazos del cardenal que obnubilado no se cansaba de acariciar la nívea piel de la joven.
El fresno, árbol del renacimiento, los cobijó con celo. Nada ni nadie los dañaría.
Por la mañana, cuando la madre de la muchacha fue a despertarla sólo encontró una pluma roja entre las sábanas de satén blancas.
La buscaron durante años sin éxito. Nunca dejaron de llorarla.
Sin embargo, todas las noches, la joven volaba hasta la habitación de sus padres y junto al canto de su amado, velaba su sueño.






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