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EL CASTILLO DE CORAL, parte l

Irlanda, 1300

El muchacho trabajó duramente desde antes de la salida del sol en la tierra arrendada al señor feudal. Debía sacar de ella el máximo provecho, los intransigentes administradores siempre le exigían más y más...
Erin contaba con trece años y ya ere el jefe de su hogar. Su padre había muerto apuñalado hacía unos meses en una trifulca de ebrios en la taberna del pueblo. Su pobre madre apenas lo lloró, en realidad se sintió aliviada de librarse de ese hombre pendenciero que sólo le provocaba dolores de cabeza.
Erin lamentó la muerte de su padre, el pesado trabajo del campo ahora dependería exclusivamente de él. El agobio de semejante responsabilidad lo abrumó. La existencia de toda su familia, su madre y sus dos hermanitos, estaban sujetos a su esfuerzo. Si no rendía lo suficiente, el terrateniente los echaría sin piedad de la propiedad y...¡qué sería de ellos!.
Sin embargo, el mal presentimiento de Erin cayó por tierra cuando a la mañana siguiente al entierro de su padre y después de un frugal desayuno, su madre y sus hermanos se alistaron para compartir con él las tareas del campo. Juntos saldrían adelante.
Un día, a finales de abril, Erin y sus hermanos, montados en un carro cargado de trigo y tirado por dos mulas, se dirigieron al mercado del pueblo. Su madre se quedó ordenando las herramientas que empleaban en la labranza : guadañas, rastrillos y asadas, en el pequeño galpón adosado a su casa, ya que se acercaba una tormenta.
A mitad de camino, al intervenir en una tonta riña de los niños, Erin cayó a tierra. Una rueda le pasó sobre su pierna derecha fracturándola. Los gritos del muchacho asustaron a los chiquillos que corrieron en busca de auxilio.
Dos amigos de su padre, generosamente, lo regresaron a su casa.
Su madre, de espíritu férreo, mantuvo la calma. Le aplicó un emplasto con larvas de mosca para evitar la infección; luego, entablilló la pierna simulando serenidad ante el dolor lacerante de su hijo. Le dio a beber un té de valeriana y menta para relajárlo y mejorar la circulación sanguínea. "Nos queda esperar y rezar. Mi temor es la gangrena, si esto sucede habrá que cortar ", lloró la mujer.
Pasados unos días, el fantasma de la gangrena se materializó en la pierna de Erin. Los amigos de su padre se presentaron con un anciano jorobado y de larga barba blanca. "Es médico", se limitaron a decir.
La madre de Erin lo miró con suspicacia.
"¡Mujer!, no tienes otra alternativa que confiar en mí. La vida de tu hijo pende de un hilo. ¿Quieres mi ayuda o no?", vociferó malhumorado.
La mujer aceptó a regañadientes, más aún cuando hubo que cortar la pierna.
Concluída la extenuante operación, el jorobado, con una ternura que sorprendió a todos, dijo a la mujer: "Curar, pocas veces; aliviar, a menudo; consolar, siempre. Bebe este tónico, aliviará el dolor de tu alma. El muchacho saldrá adelante, ya verás. Confía en Dios, en los Hados o en el Destino, no importa en quien, pero confía, siempre confía". Dicho esto se fue sin aceptar pago alguno.
Pasado un tiempo, gracias a su fuerza de voluntad y a un par de muletas que un vecino le proporcionó, el joven volvió a trabajar en el campo. Poco era lo que podía hacer. Durante la cena, un liviano guiso de huesos de oveja sin carne y algunos nabos, lloró su desesperación. "Madre, por más que me ayuden, es imposible que podamos usufructuar estas tierras. Soy un lisiado y el amo nos echará como si fuéramos escoria. ¿Qué haremos?".
La mujer recordó las palabras del jorobado y se las repitió: "Confiemos, hijo, siempre confiemos. La respuesta a nuestros males nos llegará pronto". Y se abrazaron uniendo sus corazones en una única plegaria.

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